Yeimi soñaba con la más anhelada de sus fiestas. Abrazaba sueños rosas y no había nada de malo en ello: así es la vida cuando se espera cumplir quince años. Vivía con sus abuelos en el caserío Las Peñitas del cantón El Rebalse, en el municipio Pasaquina, La Unión, El Salvador, un pueblo con un parque central de céspedes geométricos y una parroquia color crema. La vida tenía las complicaciones de siempre dinero que no alcanza, familias divididas, madres y padres que cruzan la frontera para forjar a sus hijos un futuro a distancia pero en general es apacible. En las vacaciones todo transcurría entre escapadas a la playa y atardeceres en las faldas del volcán Conchagua. Los abuelos Cayetano y Victoria se hacían cargo de todo con los dólares que la madre de Yeimi enviaba desde Nueva York. El día que cumplió quince años se veía linda en su vestido rosa con remates en azul. En la mesa de la casa había un pastel y un álbum para fotos con encajes rosados. Después de aquella fiesta Yeimi siguió soñando. Soñaba con príncipes y con frecuencia los tenía cerca de su puerta: la rondaba un muchacho nicaragüense que derretía por ella. También deseaba estar con su madre. La extrañaba. Su madre tenía planes para ella: estudiaría en una escuela de Nueva York, después trabajaría y tal vez algún día se casaría. No fue una partida complicada. En el pueblo además de un parque, un volcán y playas, también hay coyotes que se anuncian con rótulos fuera de las casas. El 10 de agosto Yeimi salió para los Estados Unidos. Vestía una camisa azul celeste y blue jeans. El coyote recibió tres mil dólares por adelantado de siete mil en los que consistió el trato. Los abuelos le dieron su bendición. Les habló por teléfono dos veces para decirles que se encontraba en Guatemala y que todo estaba bien. No volvieron a saber de ella. Unos días después todos sus sueños se disiparon, ahuyentados por unos monstruos, como sucede en los cuentos. En uno de los bolsillos llevaba su acta de nacimiento: el boleto de entrada a una ciudad que no conocía y en la que continuaría soñando. La historia de Yeimi no tendría que haber terminado así.
Autor: Wilbert Torre. Foto: Prometeo Lucero.